La paz del Capitán - Concurso #SueñosdeGloria, Zenda
El día comenzó a morir, y el huidizo sol ensanchaba el
corazón del viejo marinero.
Un abrumador silencio humano embriagaba el horizonte, que se antojaba del color
de las grosellas. El cielo se reflejaba sobre la cubierta del navío, formando
un áureo atardecer abocetado por William Turner. El mar, como una hamaca que se
mece tranquila, danzaba bajo la quilla y hacía crujir las tablas en su choque,
propiciando una pleamar de nostalgia. La oscuridad no tardaría en echarse sobre
los mástiles.
El capitán, vista puesta en derredor,
absorto en la admiración de las aguas rompiéndose a delicadas envestidas bajo
el mascarón, hacinaba a paso lento sus recuerdos. Los fanales se encendían y un
olor a aceite se expandía en el alcázar de popa. Ningún hombre sobre cubierta
emitía ruido alguno más allá de sus respiraciones roncas. En momentos así, para
él no existía Dios. Tampoco las armas eran capaces de perforar la carne. En la
hora crepuscular la vida se detenía en su favor, y, en la excelsa compañía de
la soledad, harto subestimada, discurría por su vida como quien cierra los ojos
al dormir, dispuesto a soñar.
El capitán pensaba, dentro de las limitaciones de su mente,
en la posibilidad de no volver a ver el cielo punteado por estrellas, precedido
por la rosada espesura de nubes, y en aquellas noches de antaño, revividas en
guiños somnolientos. Tras sus treinta y nueve años de honrosos servicios, se
cuestionaba si había entregado bien su lealtad. Envidiaba la arboladura que
subía hacia los cielos, atrevida, esperando para mirar los ojos de la luna. Su
vista se mareaba y, eludiendo la sensación de caída, volvía a sus recuerdos
apoyado en las madejas laterales. Nada por la banda de babor, y lo mismo por
estribor, solo unas rizadas aguas y mil millas de salada eternidad, hogar de tiburones
y marsopas, y su admirada remembranza por los viejos peregrinos de antaño,
seguidores de cualquier idea que devenga en libertad.
El enjuto y feúcho marinero vestido en telas ocres añoraba
los tiempos de amar después de hacer la guerra. Era un hombre rudo hijo del
belicismo y como tal pocas aspiraciones le quedaban para fantasear en el
silencio de los días. Mirando de soslayo a su siniestra, como quien tiene a un
viejo amigo esperando a las espaldas, sonrió, y dirigió sus pasos hacia el
castillo de proa, convirtiendo el bauprés en una rígida extensión de su vista
que penetraba sin parangón en el horizonte. Recordó la época en que las arrugas
no eran dueñas de su rostro, y las veces en las que el aire olía a flores y
perfume de mujer. Sus quimeras de juventud. Tampoco olvidaba la sangre sobre el
acero y el horror en los ojos de otros hombres. Todo en su conjunto le
pertenecía. «Ya he vivido suficiente
para mil vidas. Cuando haya de ser, bienvenido sea», pensó como quien
desconoce la existencia de los fines.
¿Qué le queda por soñar a un hombre que ha cumplimentado con
honores vida y muerte en su tiempo concedido? Tenía el óbolo preparado, pero no
le quemaba en el bolsillo ni hacía de él una constante. Un manto azulado y
oscuro comenzaba a teñir el atardecer anaranjado. Poco pretendía alcanzar a la
hora en la que las estrellas prendían su luz. Tal vez recordar los buenos y
viejos tiempos mientras atendía con devoción el ir y venir de las olas. Para un
hombre que ha jugado a los naipes con la muerte nada más que los elementos pueden
alterar su respiración, y es que, como el viejo capitán bien sabía, llega un
momento en el que descubres que hay sueños sencillos, al alcance de la mano, que
suponen mayor regocijo para el alma que poseer todo el oro de la cristiandad.
El viejo capitán dejó al día morirse con sosiego ante sus
ojos, henchido de gloria por haberlo visto un día más.
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